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Rebrota en España el temor a la “okupación”

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Dos chicas hablan en unas sillas plegables mientras sus hijos corretean por alrededor: «Costaba 150 euros pero, no sé por qué, me quitaron el IVA y me salió todo el jamón por 90», le dice una de ellas. Es el precio aproximado por el que se ofrece un alquiler mensual de un piso en su bloque, situado en Vallecas, al sur de Madrid. No es un chollo, sino el acuerdo que aceptan algunos por vivir de okupas.

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«Hubo un tiempo en que se metieron muchos. Ahora no hay casi ninguno», comentan, poco convencidas, sobre esta variante habitacional que consiste en introducirse ilegalmente en una casa o, en algunos casos, venderla o alquilarla sin papeles por un precio mucho menor que el del mercado. El riesgo: ser expulsados en cualquier momento.

No les importa. El precio de la vivienda, tanto para hipotecarse como para alquiler, se tercia inalcanzable para mucha gente en España. El paro, los bajos salarios o las exigentes condiciones a cumplir como inquilino agravan la situación. Más, en una situación de pandemia que ha golpeado la economía sin precedentes. El coronavirus, con unos 289.000 contagios y 28.445 muertes, ha desplomado el Producto Interior Bruto un 18,5% entre abril y junio, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Y la tasa de desempleo supera el 15%.

Por eso, sobrevuela en España el temor a un rebrote de okupaciones. Fenómeno que ya se popularizó a partir de 2008, con la crisis bursátil y el pinchazo de la burbuja inmobiliaria. Los desahucios en aquella época, que superaron los 68.000 a lo largo de 2012, y la devastación laboral abocaron a muchos particulares y familias a convertirse en inquilinos ilegales. Buscaban espacios abandonados o pisos vacíos de promociones jamás terminadas. Los impagos favorecieron la existencia de un parqué abultado de casas vacías. Y no tardaron los que vieron la oportunidad de aventurarse a esta actividad ilícita.

Como la que han cometido algunos en la manzana donde sus vecinas hablan de su última compra. En los soportales se observa la dejadez de los residentes: los muros de ladrillo están garabateados, el jardín central es un vertedero y se cruzan voces de diferentes cocinas, radios y televisores. Un veterano que fuma un cigarrillo apoyado en una barandilla apoya la afirmación de sus vecinas: «En esta zona ya no quedan casi okupas. La mayoría somos propietarios de hace 25 años».

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Otros tienen una opinión contraria. Laura, una mujer de 57 años que vive cerca y se ha criado en el barrio, tuvo que tomar medidas en ese bloque cuando se murió su madre. «Me llamó una amiga y me avisó de que querían entrar», comenta, «así que cambié la puerta y me estuve pasando a menudo para que vieran movimiento». «Muchos son de etnia gitana y están en la casa familiar, pero saben cuál está vacía. Y cuando tienen oportunidad, se van con la mujer y los hijos». A unos metros, otro vecino cuenta lo mismo. Prefiere el anonimato. «Me fui a Granada una semana porque habían operado a mi madre. Me llamó la vecina de enfrente y me dijo que había oído que iban a okupar mi casa», recuerda. El mensaje le dejó a cuadros. Sobre todo porque él vivía allí y tenía trato con todo el mundo.

«Es que no te puedes ir ni un fin de semana», agrega al otro lado de unos barrotes, asomado como en una celda, «y cuando vine y hablé con ellos, hasta intentaron negociar que les pagara por no okuparme». Es el resultado de lo que tuvo que reformar para que no le entraran: al cambio de puerta por una blindada le añadió esa verja metálica. Es lo más reluciente de un portal donde las heces de mascota salpican la escalera y las paredes blancas parecen un lienzo para artistas infantiles. En los bancos de alrededor, con el sol bajado y una temperatura aún sofocante, se arremolina todo el vecindario. Hay miedo a hablar sobre el tema. La dentadura dorada de un señor con sombrero y bastón centellea cuando se alude a estos visitantes inesperados. «Ha habido mucho de eso. Tenían gente que merodeaba a diario, quedándose con los sitios donde no vivía nadie. Pero parece que eso bajó y ya se han ido», apunta.

Las asociaciones ciudadanas del barrio, sin embargo, no están tan convencidas. Jorge Nacarino, portavoz de la Asociación de Vecinos de San Diego, en ese barrio de Madrid, aún no ve un incremento en este tipo de acciones desde la epidemia de COVID-19. «No estamos en una crisis hipotecaria como la anterior», cavila, «y ha habido moratorias del Gobierno al pago que están reteniendo a posible okupas». Él distingue entre varios tipos de okupaciones. Está la de gente en necesidad, asesorada por colectivos como la PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca), que busca espacios procedentes de fondos de inversión. Y la «mafiosa» o «de patada». Consiste en tumbar la puerta con un golpe y entrar al inmueble cambiando la cerradura. No distingue entre propietarios y habitualmente es polémica.

«Causa malestar en la gente por las peleas, la suciedad… En nuestro área estuvo ligada a los narcopisos, para venta de droga, o la prostitución», anota Nacarino. Este tipo de okupacion es el que más sale a la palestra por las denuncias vecinales.

El 30 de julio, en La Fortuna, al sur de Madrid, muchos ciudadanos salieron a la calle para exigir a las autoridades que controlaran este delito. Y ocurre en todo el territorio nacional: en Galicia se han publicado casos en los que algunos okupas instalan cámaras para amedrentar a la población. «Si nos echan, tenemos grabadas vuestras caras», les dicen.

En Alicante se desveló que la Audiencia provincial condenó a una pareja a 540 euros por vivir dos años ilegalmente en un chalet de lujo. Y en Baleares se ha conocido cómo Bartolomé Bárcena, fiscal superior, ordena el desalojo sin necesidad de un juez.

Muestran todos estos casos lo candente del asunto. Según datos del Ministerio del Interior recogidos por el diario El Mundo, el número de denuncias por okupación entre enero y junio de 2020 ha ascendido a 7.450, 41 al día, un 5% más que en el mismo periodo del año anterior. En 2013, punto álgido del crac económico, se contabilizaron 7.739.

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